domingo, 14 de mayo de 2017

Condicion T.E.A y Empleo ¿un tandem imposible?



Print Friendly
Recuerdo el primer día que fui a clase de párvulos. Las monjas me pusieron en una mesa de cara a la pared y apartado del resto de niños. No sé el por qué, puede ser porque entré sabiendo leer mientras el resto de niños aún no sabían o quizás porque dibujaba demasiado bien para mi corta edad, ni idea.
Pero no voy a hablar de mi infancia, de aquel niño que siempre se quedaba solo en un rincón a la hora del patio, de la discriminación y el mobbing que sufrí en aquella época de mi vida, ni tampoco que tuve que dejar de ir a mis clases de Formación Profesional (FP) a poco de más de un mes de comenzar el primer curso a causa del tremendo pavor que me producían un nutrido grupo de compañeros de clase que me tiraban piedras y me hacían la vida imposible.
Tampoco narraré la experiencia que viví en el servicio militar obligatorio, igual de nefasta que las anteriores etapas, ni lo que vino después; un año y medio en el extranjero lavando platos y sirviendo mesas, supuestamente para aprender idiomas, aunque aquello no fuera más que una mentira que yo mismo me autoimpuse, pues la realidad es que me fui de mi ciudad huyendo de problemas familiares y porque no encontraba mi espacio en ningún lugar.  Lo que quiero contar es lo que sucedió después de volver del extranjero.
Cuando volví de Inglaterra, hice un curso de adultos para sacarme el Graduado Escolar con el fin de hacer el examen de Acceso a la Universidad para Mayores de 25 años. Y sí, lo logré, y en cuatro años, yendo a mi ritmo, a mi manera, logré sacarme la carrera de Psicología.
Después hice un Máster en otra universidad y allí también tuve problemas. Había una asignatura obligatoria: Prácticas de seis meses en una empresa, y era la propia universidad la que buscaba las prácticas a los alumnos.
A los cuatro meses todos mis compañeros ya tenían prácticas remuneradas de becario en diferentes empresas, pero yo no entendía por qué a mí no me daban las prácticas. Pensaba que era porque era demasiado mayor (30 años) para hacer de becario.
Tres meses más tarde, tuve un encontronazo con la directora del Máster y con varios profesores (casualmente familiares de la directora) y al final tuve que buscarme las prácticas de becario por mi cuenta, a través de infojobs. Iba a las entrevistas muy bien vestido y con mucha ilusión, pero ésta se fue difuminando a medida que hacía entrevistas y nadie me quería como becario.
Llegué a hacer MÁS DE UN CENTENAR DE ENTREVISTAS, en serio, pero nadie me aceptaba. Yo no sabía qué pasaba, pues recién licenciado, estudiando un máster, con la motivación por las nubes, con idiomas, siendo educado y con buena presencia, no había manera de encontrar una empresa que me diese una oportunidad para aprender. Tuve suerte por fin, un día que, paradójicamente, me presenté a una entrevista con la motivación por los suelos y rendido de antemano, sin ansiedad, dándome igual lo que sucediese.
Conociendo la dificultad que tenía en las entrevistas y sabiendo que una vez acabadas las prácticas no tenía futuro en aquella empresa, tomé la decisión de ir a lo fácil y me apunté a unas oposiciones de policía (Mosso d’Esquadra).
El Gobierno necesitaba a más de 1.500 candidatos y los únicos requisitos eran los tener la nacionalidad, el Graduado Escolar y el carnet de conducir. La cosa pintaba súper bien: un trabajo para toda la vida, 2.000 euros al mes, más otros 500 euros si decidías hacer un par de días de horas extras y, lo mejor, nunca más tendría que hacer entrevistas. Y es que por aquél entonces yo, inocente que era, pensaba que el trabajo policial era muy digno, un trabajo social para ayudar a las personas y en el que además podría poner en práctica lo aprendido en la universidad por una buena causa.
Me preparé las oposiciones policiales como hice con el acceso a la universidad, de forma autodidacta. La prueba final, una entrevista muy exhaustiva, la entrené repetidas veces y la practiqué a conciencia. El primo de mi ex-novia, la única que he tenido, y a quien conocí gracias a una página web para buscar pareja, era Mosso d’Esquadra, y él fue quien me dijo lo que tenía que decir y qué no decir (sobre todo nada de bromas).
Finalmente, pasé la entrevista por los pelos y conseguí acceder a la Academia de Policía de Barcelona. Y lo que sucedió en aquellos nueve meses en la Academia de Policía, un proceso selectivo en el que el 10% de los opositores serían expulsados al finalizar el curso, lo resumiré rápidamente, y por supuesto sin entrar en los métodos de enseñanza utilizados, ni en la carencia y la desproporción entre las asignaturas que allí se daban, ya que no viene a cuento y no es más que una opinión personal.
A los cuatro meses de curso, un día mi instructor me separó del resto de compañeros y cuando se aseguró de que él y yo nos encontrábamos en soledad, se acercó a mí, pegando la punta de su nariz a la mía, y me grito tres frases a pleno pulmón: “No queremos a gente como usted entre nosotros. Para ser policía se tiene que ser un hijo de puta. Usted no tiene olfato policial“.
Más tarde, cuando ya sólo restaban dos meses para acabar el curso, volvió a la arremetida. Me dijo que yo no iba a aprobar la oposición, que lo tenía muy negro, que ahí no hacía más que perder el tiempo y que, sintiéndolo mucho, lo mejor que podía hacer era irme de allí, abandonar, y que tranquilo, que seguro que encontraría otro trabajo más acorde a mí porque tenía carrera.
En cuanto a los compañeros de mi grupo, pues había de todo, como en todos lados, pero, para variar, también fui víctima de acoso por parte de algunos de mis compañeros, futuros policías, y allí, en ese micromundo ultracompetitivo que no es más que un reflejo de la sociedad que estamos construyendo con nuestro silencio, miedo y egoísmo, todos veían, oían y callaban.
Me perdonaréis, pero no voy a extenderme más en este aspecto, el del mobbing, ¿OK?, porque podría estar aquí hasta mañana. Sólo comentaré que el último día de clase, el día en el que se daban los nombres de los compañeros no aptos para ser policía y serían expulsados, yo no fui nombrado y varios compañeros se quejaron en voz alta: “No es justo que hayan echado a Menganito sólo por dar positivo en un control de alcoholemia y al Claudio lo hayan dejado pasar“.
Las últimas palabras que mi instructor me dijo fueron: “Claudio, es mi deber advertirle que sale de aquí con una cruz, marcado, y le vigilarán con lupa en todo momento, como un taxidermista a una exótica mariposa” (lo del taxidermista y la mariposa, que conste, es de cosecha propia porque me gusta cómo queda, pues de aquél hombre, con una filosofía de vida tan tóxica, no podían salir ese tipo de palabras).
Finalizado el periodo académico, todavía quedaban 12 meses de prácticas como policía, evaluados cuatrimestralmente, y yo fui enviado a la brigada antidisturbios sin haberlo pedido. Pasé tres meses en una furgoneta de fuerte olor a testosterona. Me comporté como una mascota, obedeciendo a todo lo que me decían, siempre con miedo, sobreviviendo. Tuve fortuna y les caí en gracia a un par de compañeros y aprobé aquellos tres primeros meses.
Mi siguiente destino fue el de Seguridad Ciudadana, que no es otro que el de ir todo el santo día con el coche de arriba para abajo, patrullando sin descanso, ojo avizor. Me suspendieron el segundo cuatrimestre sin ningún motivo aparente: jamás un ciudadano se quejó de mí, ni perdí la placa o la pistola, ni me peleé con ningún compañero, ni nada parecido. Simplemente caí mal, no encajaba con el resto de compañeros del grupo al que fui a parar. Me percibían raro, peculiar, como siempre me ha pasado, y lo que es diferente, no sigue las pautas preestablecidas y cuesta comprender suele molestar.
En el tercer y penúltimo cuatrimestre, a los diez meses de prácticas, pese a recibir palmaditas en la espalda por parte del caporal de mi grupo, un día, sin yo esperarlo, recibí una llamada: “tómese dos semanas de vacaciones y después vaya a la comisaría de las Corts, que los del departamento de tal tienen que hablar con usted“, me dijeron…
Y ahí acabó mi aventura policial, de un modo muy injusto e incoherente.
Pregunté por qué se me había expulsado. Mi caporal me contestó que no había pasado los mínimos exigidos, que había una serie de ítems evaluativos y que yo había suspendido algunos ¿Cuáles?, pregunté. Pues ahora del único que me acuerdo es el de conducción de vehículos, me dijo.
Sobre el tema de la conducción haré cuatro incisos:
1). Un domingo que me tocaba trabajar doce horas seguidas, me pusieron a patrullar en coche con un caporal que no había tenido el gusto de conocer con anterioridad. Aquel señor, habiendo sido lo lógico que me hubiera preguntado qué tal me fue en la Academia de Policía y me hubiera dado palabras de aliento y consejos, ya que él era el veterano y yo el novato, hizo todo lo contrario: Se pasó las doce horas sin hablarme, salvo para ordenarme con desgana hacía dónde debía conducir y gritarme de muy malos modos que en todo momento cogiera el volante con ambas manos y no las despegase del mismo, como si estuvieran untadas en cola extra fuerte. Me hizo estacionar el vehículo de modo aleatorio, cuando le venía en gana, más de una veintena de veces durante aquel día. Uno de los sitios que escogió para aparcar era una calle muy empinada, de bajada, en la parte alta del barrio de Gracia, e inevitablemente rocé el coche que había aparcado detrás (no hice abolladura ni nada). Al finalizar la jornada, se bajó del coche y me señaló una pequeña ralladura del coche, casi invisible a menos que te acercases y que no puedo asegurar que ya estuviera anteriormente (de hecho, todos los coches tenían algunas ralladuras y abolladuras), y me dijo: “antes de cambiarse, quiero que me redacte una nota informativa inculpatoria conforme ha rallado el coche”.
Cuando llegué a casa tenía ganas de llorar, de rabia.
2). Trabajando, tuve un accidente de tráfico con el coche patrulla: Un taxista nos dio por detrás, bastante fuerte. Yo no conducía, conducía mi compañero, un veterano. Él se cogió dos meses de baja. Yo también cogí la baja, pero al estar en prácticas, pese al fuerte dolor de cervicales, al segundo día volví al trabajo por miedo. El maldito miedo, que saca lo peor y lo más rastrero de las personas.
3). Un día el sargento de mi grupo me dijo que cogiese una moto para patrullar. Yo hacía más de diez años que no cogía una moto, un ciclomotor que tuve, que no pasaba de los 70 km por hora, y las motos policiales son grandes y los pies no te alcanzan al suelo. Si querían que patrullase con una moto, lo lógico es que antes me hubieran enviado a la Academia de Policía un par de días para hacer prácticas de conducción de moto, ¿no?  Y le dije al sargento la verdad, que no me atrevía a coger la moto, y menos a la velocidad en la que iban algunos compañeros ante un imprevisto. Él tomó nota.
4). El caporal que me suspendió y me notificó la expulsión, tres semanas antes atropelló a una señora mayor y le rompió el fémur. Él y su compañero fueron al hospital a visitar a la señora, con el traje policial bien limpito y planchado, para hacer el paripé, engatusarla y no ser denunciados, por si acaso, pero luego iban riéndose, que si a la vieja ya le valía, que no tenía que haber pasado en rojo, o ámbar, no estaban seguros, y tal. Sí… por desgracia me he dado cuenta que algunas personas son así de falsas e interesadas, y desde luego que no sólo ocurre en el ámbito policial.
Por cierto, otro pequeño detalle: como marca la ley, pedí por escrito el informe de mi expulsión, con el número y la tipología de ítems que suspendí. Los funcionarios que me atendieron se negaron a sellarme la hoja porque me faltaba una fotocopia. Les pedí, por favor, si me podían dejar cinco céntimos para hacer la copia, pero se negaron, los muy cretinos. Entré a la comisaría a las bravas en busca de una fotocopiadora, pero me echaron de allí y me tuve que ir sin una copia firmada para mí. A día de hoy, diez años más tarde, todavía sigo esperando el mentado informe. Llamé incluso por teléfono (debe estar grabada esa conversación, al igual que mi visita a la comisaría) y me dijeron que ya me llegaría, que me esperase. También recurrí al SPC (el Sindicato de Policía de Cataluña), que es el sindicato que pagué religiosamente cada mes. Éstos me dijeron que me llamaría un abogado para estudiar mi caso. La llamada nunca llegó.
Después de la expulsión del cuerpo policial caí en una depresión mayor, la muerte en vida. Cada día, desde que me levantaba hasta que me acostaba, pensaba en maneras distintas de quitarme la vida. No cometí suicidio para no disgustar a mi familia, pero mi percepción de la vida cambió drásticamente. Saqué fuerzas y me di una segunda oportunidad y estudié otro máster. Allí también tuve serios problemas con los compañeros, y yo no entendía por qué. Aquel máster tampoco me valió para encontrar un medio para subsistir. Pasé años intentando encontrar un trabajo, de lo que fuera, pero ya ni siquiera me llamaban para las entrevistas, y cuando alguna vez hubo suerte y pude hacer una entrevista, al final de la misma, venía el inevitable “ya te llamaremos”, pero nunca llamaron. Nunca. El teléfono estaba muerto.
Los años pasaron y yo seguía desempleado, desengañado, hasta que un buen día conseguí un trabajo, un Plan Ocupacional del Ayuntamiento de Barcelona, de 6 meses, de media jornada, que nada tenía que ver con mi formación y experiencia, y una vez finalizado aquel oasis de mentirijilla volví a verme en la calle, sin trabajo.
Seguí luchando como un jabato para encontrar un trabajo, pero infructuosamente.
En mi casa la convivencia era insoportable por mi culpa. Desde siempre me molestó el sonido del televisor, las conversaciones en según qué tono y sobre temas banales, los movimientos, las puertas abiertas, las luces encendidas, cualquier cosa que rompiera la calma que necesitaba cuando la ansiedad me oprimía de tal manera que me costaba respirar, pero por aquel entonces, todo el día metido en casa, tirado en un sofá como un trapo inservible, y con una depresión de caballo, era aún peor.
Mi madre, mi hermana y mi hermano, las otras víctimas de esta historia, pese a ir muy escasos de dinero, finalmente alquilaron un piso y me dejaron solo en casa. Desde entonces cada día voy a casa de mi madre a buscar la comida, la poca que tienen. Vivo con lo básico: techo, comida y agua, nada más. Siempre estoy a oscuras y convivo con mi perro, que es mi único amigo, y con un Síndrome de Diógenes.
Hace un año me llegó una carta de la administración. Me ofrecían un curso de Inserción Laboral para Personas con Discapacidad, de tres meses. Me hizo ilusión. Era una oportunidad. Salí de mi ostracismo.
En aquel curso había compañeros y profesores que habían trabajado anteriormente con personas con autismo y detectaron que yo era diferente, aunque no me lo dijeron por prudencia. En clase estaba tranquilo y me sentía seguro, dentro de todo lo seguro que podía sentirme, pero a la hora de hacer el descanso para tomar el café, pese intentar disimularlo, yo me sentía inseguro y me costaba encajar en el grupo. En esos tres meses también tuve un par berrinches en mitad de la clase. Aprobé todas las asignaturas, pero llegó el momento de hacer prácticas no remuneradas en una empresa que se dedicaba a insertar laboralmente a personas en riesgo de exclusión social; expresidiarios, mujeres maltratadas, parados de larga duración y demás; me expulsaron. No duré ni tres días.
Aquella gente no se molestó en sentarse conmigo para hablar sobre qué hacía mal, qué les molestaba o en qué podía mejorar, simplemente recibí una llamada de la academia en la cual me informaron que en la empresa de prácticas no querían volver a verme, que no querían que volviera a pisar la empresa nunca más. Y yo no entendía por qué me habían echado de aquella manera ni qué había hecho mal. No entendía nada.
En la academia se portaron muy bien conmigo y me dieron una segunda oportunidad. Me comunicaron que podía hacer las prácticas en la misma academia.
Fui expulsado a los cuatro días…
Y yo, otra vez, no entendía el por qué. Expusieron que no podía seguir con las prácticas, que no encajaba allí, que me fijaba en los detalles, pero no veía el todo global, que tenía que buscar ayuda psicológica. Quiero creer que lo hicieron por mi bien, para que tomará conciencia de que algo fuera de lo común me ocurría, pero he llegado a un punto en el que ya no sé qué creer.
Todos mis compañeros aprobaron el curso sin ningún tipo de problema y consiguieron el título. Yo no.
Otra vez en la calle. Excluido. Depresión y ansiedad, compañeras inseparables. Fui al médico de cabecera y me derivo al psiquiatra, que a su vez me derivó a una asociación de autismo. Tras dos meses de pruebas y entrevistas, me dieron el diagnóstico: Nací con un trastorno del espectro del autismo. De repente, como todos aquellos que por desgracia hemos sido diagnosticados tardíamente, en la etapa adulta, entendí todo lo que me había sucedido en la vida desde que tengo uso de razón.
Aún estoy procesándolo. Es reciente. Estoy en manos de psicólogas, psiquiatras, trabajadoras sociales y de los Servicios Sociales, pero sigo igual, sin trabajo, desechado por la sociedad, con una ansiedad que me come desde lo más profundo y mató mi sonrisa.
Me faltan dos dientes y tengo la boca llena de caries. Hace años que no puedo ir al oculista y necesito gafas. Mi vestimenta es de principios de siglo, pues no tengo dinero para comprar ropa. Las suelas de mis zapatillas deportivas desaparecen cada día un poquito más y puedo discernir el dedo gordo a través de mi zapato izquierdo. He estudiado en tres universidades diferentes, pero soy un ciudadano de 4ª en la ciudad que me vio nacer. No recibo ningún tipo de prestación económica por parte de la administración.
En los Servicios Sociales no quieren darme ni una tarjeta de metro, que me sería de gran utilidad si me saliera alguna oferta de trabajo. La única ayuda que recibo son un buen puñado de pastillas, para la depresión y la ansiedad, pero yo sé que mi única cura vendrá de la comprensión, el respeto, la inclusión social y de alguna chica que me quiera como yo a ella la adoraré. Porque las personas con autismo también necesitamos amor y sonrisas.
Soy una persona totalmente transparente, sin segundas intenciones y honesta. No voy con una máscara por la vida. Si algo me gusta o no, se me nota, no lo puedo evitar. No sé llevar máscara, no sé aparentar. Lo que ves es lo que soy. Lo que digo es exactamente lo que quiero decir. Ahora ya sé que muchas personas te pueden decir una cosa, pero en realidad quieren decir todo contrario. También sé que pocas veces muestran su verdadero yo, a menos que vayan borrachas.
Es muy fácil engañarme porque me lo creo todo. Y es que, si me dicen algo, ¿por qué no debería creerlo? No entiendo por qué las personas no se muestran como son.
No entiendo por qué algunos van con muy malas intenciones, por qué compiten en lugar de colaborar, por qué se arrancan las tripas los unos a los otros.
No entiendo su incoherencia ni su falta de lógica y por qué hacen difícil y aburrido lo que es fácil y podría ser divertido.
No entiendo por qué son tan intransigentes y si te desvías de la línea marcada que todos siguen, te miran mal y te llaman loco y se ríen de ti y se apartan, si es que antes no te han saltado a la yugular.
No entiendo por qué no respetan la diversidad y a todas las personas por igual, aunque sean diferentes.
No entiendo por qué las personas con autismo les asustamos tanto y nos excluyen de su forma de vida.
No entiendo que una persona que te sonríe pero que luego le pides que te envíe una invitación de facebook para estar en contacto no lo haga y te pongan excusas tontas.
Las personas con autismo compartimos un modo diferente de sentir y de percibir y procesar la información, pero a la vez somos todos muy diferentes, como las personas normales, que no son todas iguales. Y creo sinceramente que las personas con autismo tenemos mucho que ofrecer a la sociedad, MUCHÍSIMO.
Creo en la diversidad, en el enriquecimiento que ésta nos proporciona a muchos niveles. Creo que podemos aportar ideas nuevas y sanas, muchísimo, de verdad, y no os creáis lo de la falta de empatía, pues es todo lo contrario, os lo aseguro.
Pienso, humildemente, que la sociedad hace mal excluyéndonos y poniéndonos en guetos, y que en su lugar deberían acogernos y querernos, y enriquecerse con nosotros, enriquecernos mutuamente.
Las personas con autismo, pese a los muchos problemas que tenemos en una sociedad que no tiene tiempo para entendernos, tenemos muy buen fondo. Añoramos tener los mismos derechos y las mismas oportunidades que el resto de las personas. Ansiamos ser aceptados y queridos y, por supuesto, también queremos ser felices.
No somos tan distintos después de todo. Pero entiendo que aún hay mucho desconocimiento y cuando algunas personas escuchan la palabra autismo, se asustan y se creen que somos tontos e inferiores, y nada más lejos de la realidad, de verdad. Nosotros, pese a los múltiples obstáculos y los innumerables palos en las ruedas, luchamos cada día.
Sé que voy a tener que poner mucho de mi parte para aparentar ser “normal” y encajar en la sociedad, pero, por favor, dejadnos ser. Aceptarnos, os lo ruego, y ya veréis lo que os podemos ofrecer, que, aunque os parezca raro y diferente, os aseguro que será efectivo.
En este tiempo, desde que he sido diagnosticado, me he encontrado con algún profesional de la salud y del sector social que sólo ha sabido fijarse en la etiqueta sin intentar conocer antes a la persona. Me han llegado incluso a asegurar que una persona con autismo jamás podría trabajar como psicólogo. Y algunos, llenos de prejuicios, te hablan como si fueras corto y otros como si fueras un niño. Por suerte, son los menos, porque también he conocido a muy buenos profesionales, la gran mayoría.
¡Ah! Se me olvidaba. También he sido discriminado por una academia a la que fui para pedir información, sólo por decirles que tenía autismo. Me dio mucha pena y mucha rabia.
Y ya, para rematar, una pequeña queja:
La propia administración discrimina a las personas con autismo.
En los requisitos de varias oposiciones, como las de policía (por eso he contado lo de antes), directamente excluyen a las personas con un trastorno generalizado del desarrollo, poniéndonos a todos en el mismo saco, sin tener ni idea de lo que verdaderamente es una persona en el espectro del autismo. Y la prueba la doy yo, que me pasé nueve meses en la academia de policía, aprobándola, y diez meses trabajando en la calle como policía.
Ya os lo he dicho; me echaron por ser diferente, por no encajar, por no respetarme, por no querer comprenderme ni aceptarme, por PREJUICIOS. Porque podría contar muchas cosas de policías “normales” que pondrían los pelos de punta a cualquiera y siguen trabajando, mientras que, de mí, lo vuelvo a repetir, jamás hubo queja alguna por parte de ningún ciudadano.
En la policía hay diversas funciones y distintos departamentos. Yo podría haber sido muy bueno en algunos departamentos, un crack, porque las personas con autismo somos muy válidas y podemos ser unos verdaderos número uno, igual que muchas personas normales, pero pocas personas están dispuestas a darnos una oportunidad. Y para no ofender injustamente y generalizar, quiero añadir que también conocí a algunos policías, por desgracia los menos, que eran excelentes profesionales, ¡buenísimos!, respetuosos y cordiales, al servicio de las personas, de todas por igual, fueran de la clase social, la orientación sexual o del color que fueran.
Hay una serie, “The bridge“, en la que la protagonista es una policía con autismo. Ya sé que es una serie, sueca para más señas, pero allí están un poco más adelantados en este tema. Aquí todavía hay mucho prejuicio, tópicos y desinformación, comenzando por la administración y los medios de comunicación y acabando por el vecino de al lado.
Yo sólo quiero tener un trabajo que me permita vivir con dignidad y formar parte de la sociedad, por favor.
Y ser feliz, como tú y como todos. ¿Es mucho pedir?
Por Claudio Martínez, abril de 2017

https://autismodiario.org/2017/04/29/autismo-y-empleo-un-tandem-imposible/

No hay comentarios:

Publicar un comentario