Recuerdo
el primer día que fui a clase de párvulos. Las monjas me pusieron en
una mesa de cara a la pared y apartado del resto de niños. No sé el por
qué, puede ser porque entré sabiendo leer mientras el resto de niños
aún no sabían o quizás porque dibujaba demasiado bien para mi corta
edad, ni idea.
Pero no voy a hablar de mi infancia, de
aquel niño que siempre se quedaba solo en un rincón a la hora del
patio, de la discriminación y el mobbing que sufrí en aquella
época de mi vida, ni tampoco que tuve que dejar de ir a mis clases de
Formación Profesional (FP) a poco de más de un mes de comenzar el primer
curso a causa del tremendo pavor que me producían un nutrido grupo de
compañeros de clase que me tiraban piedras y me hacían la vida
imposible.
Tampoco narraré la experiencia que viví
en el servicio militar obligatorio, igual de nefasta que las anteriores
etapas, ni lo que vino después; un año y medio en el extranjero lavando
platos y sirviendo mesas, supuestamente para aprender idiomas, aunque
aquello no fuera más que una mentira que yo mismo me autoimpuse, pues la
realidad es que me fui de mi ciudad huyendo de problemas familiares y
porque no encontraba mi espacio en ningún lugar. Lo que quiero contar
es lo que sucedió después de volver del extranjero.
Cuando volví de Inglaterra, hice un
curso de adultos para sacarme el Graduado Escolar con el fin de hacer el
examen de Acceso a la Universidad para Mayores de 25 años. Y sí, lo
logré, y en cuatro años, yendo a mi ritmo, a mi manera, logré sacarme la
carrera de Psicología.
Después hice un Máster en otra
universidad y allí también tuve problemas. Había una asignatura
obligatoria: Prácticas de seis meses en una empresa, y era la propia
universidad la que buscaba las prácticas a los alumnos.
A los cuatro meses todos mis compañeros
ya tenían prácticas remuneradas de becario en diferentes empresas, pero
yo no entendía por qué a mí no me daban las prácticas. Pensaba que era
porque era demasiado mayor (30 años) para hacer de becario.
Tres meses más tarde, tuve un
encontronazo con la directora del Máster y con varios profesores
(casualmente familiares de la directora) y al final tuve que buscarme
las prácticas de becario por mi cuenta, a través de infojobs. Iba a las
entrevistas muy bien vestido y con mucha ilusión, pero ésta se fue
difuminando a medida que hacía entrevistas y nadie me quería
como becario.
Llegué a hacer MÁS DE UN CENTENAR DE
ENTREVISTAS, en serio, pero nadie me aceptaba. Yo no sabía qué pasaba,
pues recién licenciado, estudiando un máster, con la motivación por las
nubes, con idiomas, siendo educado y con buena presencia, no había
manera de encontrar una empresa que me diese una oportunidad para
aprender. Tuve suerte por fin, un día que, paradójicamente, me presenté a
una entrevista con la motivación por los suelos y rendido de antemano,
sin ansiedad, dándome igual lo que sucediese.
Conociendo la dificultad que tenía
en las entrevistas y sabiendo que una vez acabadas las prácticas no
tenía futuro en aquella empresa, tomé la decisión de ir a lo fácil y me
apunté a unas oposiciones de policía (Mosso d’Esquadra).
El Gobierno necesitaba a más de 1.500
candidatos y los únicos requisitos eran los tener la nacionalidad, el
Graduado Escolar y el carnet de conducir. La cosa pintaba súper bien: un
trabajo para toda la vida, 2.000 euros al mes, más otros 500 euros si
decidías hacer un par de días de horas extras y, lo mejor, nunca más
tendría que hacer entrevistas. Y es que por aquél entonces yo, inocente
que era, pensaba que el trabajo policial era muy digno, un trabajo
social para ayudar a las personas y en el que además podría poner en
práctica lo aprendido en la universidad por una buena causa.
Me preparé las oposiciones
policiales como hice con el acceso a la universidad, de forma
autodidacta. La prueba final, una entrevista muy exhaustiva, la
entrené repetidas veces y la practiqué a conciencia. El primo de mi
ex-novia, la única que he tenido, y a quien conocí gracias a una página
web para buscar pareja, era Mosso d’Esquadra, y él fue quien me dijo lo
que tenía que decir y qué no decir (sobre todo nada de bromas).
Finalmente, pasé la entrevista por los
pelos y conseguí acceder a la Academia de Policía de Barcelona. Y lo que
sucedió en aquellos nueve meses en la Academia de Policía, un proceso
selectivo en el que el 10% de los opositores serían expulsados al
finalizar el curso, lo resumiré rápidamente, y por supuesto sin entrar
en los métodos de enseñanza utilizados, ni en la carencia y
la desproporción entre las asignaturas que allí se daban, ya que no
viene a cuento y no es más que una opinión personal.
A los cuatro meses de curso, un día mi
instructor me separó del resto de compañeros y cuando se aseguró de que
él y yo nos encontrábamos en soledad, se acercó a mí, pegando la punta
de su nariz a la mía, y me grito tres frases a pleno pulmón: “No queremos a gente como usted entre nosotros. Para ser policía se tiene que ser un hijo de puta. Usted no tiene olfato policial“.
Más tarde, cuando ya sólo restaban dos
meses para acabar el curso, volvió a la arremetida. Me dijo que yo no
iba a aprobar la oposición, que lo tenía muy negro, que ahí no hacía más
que perder el tiempo y que, sintiéndolo mucho, lo mejor que podía hacer
era irme de allí, abandonar, y que tranquilo, que seguro que
encontraría otro trabajo más acorde a mí porque tenía carrera.
En cuanto a los compañeros de mi grupo,
pues había de todo, como en todos lados, pero, para variar, también fui
víctima de acoso por parte de algunos de mis compañeros, futuros
policías, y allí, en ese micromundo ultracompetitivo que no es más que
un reflejo de la sociedad que estamos construyendo con nuestro silencio,
miedo y egoísmo, todos veían, oían y callaban.
Me perdonaréis, pero no voy a extenderme más en este aspecto, el del mobbing, ¿OK?,
porque podría estar aquí hasta mañana. Sólo comentaré que el último día
de clase, el día en el que se daban los nombres de los compañeros no
aptos para ser policía y serían expulsados, yo no fui nombrado y varios
compañeros se quejaron en voz alta: “No es justo que hayan echado a Menganito sólo por dar positivo en un control de alcoholemia y al Claudio lo hayan dejado pasar“.
Las últimas palabras que mi instructor me dijo fueron: “Claudio,
es mi deber advertirle que sale de aquí con una cruz, marcado, y le
vigilarán con lupa en todo momento, como un taxidermista a una exótica
mariposa” (lo del taxidermista y la mariposa, que conste, es de
cosecha propia porque me gusta cómo queda, pues de aquél hombre, con una
filosofía de vida tan tóxica, no podían salir ese tipo de palabras).
Finalizado el periodo
académico, todavía quedaban 12 meses de prácticas como policía,
evaluados cuatrimestralmente, y yo fui enviado a la brigada
antidisturbios sin haberlo pedido. Pasé tres meses en una furgoneta de
fuerte olor a testosterona. Me comporté como una mascota, obedeciendo a
todo lo que me decían, siempre con miedo, sobreviviendo. Tuve fortuna y
les caí en gracia a un par de compañeros y aprobé aquellos tres primeros
meses.
Mi siguiente destino fue el de Seguridad
Ciudadana, que no es otro que el de ir todo el santo día con el coche
de arriba para abajo, patrullando sin descanso, ojo avizor. Me
suspendieron el segundo cuatrimestre sin ningún motivo aparente: jamás
un ciudadano se quejó de mí, ni perdí la placa o la pistola, ni me peleé
con ningún compañero, ni nada parecido. Simplemente caí mal, no
encajaba con el resto de compañeros del grupo al que fui a parar. Me
percibían raro, peculiar, como siempre me ha pasado, y lo que es
diferente, no sigue las pautas preestablecidas y cuesta comprender suele
molestar.
En el tercer y penúltimo cuatrimestre, a
los diez meses de prácticas, pese a recibir palmaditas en la espalda
por parte del caporal de mi grupo, un día, sin yo esperarlo, recibí una
llamada: “tómese dos semanas de vacaciones y después vaya a la
comisaría de las Corts, que los del departamento de tal tienen que
hablar con usted“, me dijeron…
Y ahí acabó mi aventura policial, de un modo muy injusto e incoherente.
Pregunté por qué se me había
expulsado. Mi caporal me contestó que no había pasado los mínimos
exigidos, que había una serie de ítems evaluativos y que yo había
suspendido algunos ¿Cuáles?, pregunté. Pues ahora del único que me
acuerdo es el de conducción de vehículos, me dijo.
Sobre el tema de la conducción haré cuatro incisos:
1). Un domingo que me tocaba trabajar
doce horas seguidas, me pusieron a patrullar en coche con un caporal que
no había tenido el gusto de conocer con anterioridad. Aquel señor,
habiendo sido lo lógico que me hubiera preguntado qué tal me fue en la
Academia de Policía y me hubiera dado palabras de aliento y consejos, ya
que él era el veterano y yo el novato, hizo todo lo contrario: Se pasó
las doce horas sin hablarme, salvo para ordenarme con desgana hacía
dónde debía conducir y gritarme de muy malos modos que en todo
momento cogiera el volante con ambas manos y no las despegase del mismo,
como si estuvieran untadas en cola extra fuerte. Me hizo estacionar el
vehículo de modo aleatorio, cuando le venía en gana, más de una veintena
de veces durante aquel día. Uno de los sitios que escogió para aparcar
era una calle muy empinada, de bajada, en la parte alta del barrio de
Gracia, e inevitablemente rocé el coche que había aparcado detrás (no
hice abolladura ni nada). Al finalizar la jornada, se bajó del coche y
me señaló una pequeña ralladura del coche, casi invisible a menos que te
acercases y que no puedo asegurar que ya estuviera anteriormente (de
hecho, todos los coches tenían algunas ralladuras y abolladuras), y me
dijo: “antes de cambiarse, quiero que me redacte una nota informativa
inculpatoria conforme ha rallado el coche”.
Cuando llegué a casa tenía ganas de llorar, de rabia.
2). Trabajando, tuve un accidente de
tráfico con el coche patrulla: Un taxista nos dio por detrás, bastante
fuerte. Yo no conducía, conducía mi compañero, un veterano. Él se cogió
dos meses de baja. Yo también cogí la baja, pero al estar en prácticas,
pese al fuerte dolor de cervicales, al segundo día volví al trabajo por
miedo. El maldito miedo, que saca lo peor y lo más rastrero de las
personas.
3). Un día el sargento de mi grupo me
dijo que cogiese una moto para patrullar. Yo hacía más de diez años que
no cogía una moto, un ciclomotor que tuve, que no pasaba de los 70 km
por hora, y las motos policiales son grandes y los pies no te alcanzan
al suelo. Si querían que patrullase con una moto, lo lógico es que antes
me hubieran enviado a la Academia de Policía un par de días para hacer
prácticas de conducción de moto, ¿no? Y le dije al sargento la
verdad, que no me atrevía a coger la moto, y menos a la velocidad en la
que iban algunos compañeros ante un imprevisto. Él tomó nota.
4). El caporal que me suspendió y me
notificó la expulsión, tres semanas antes atropelló a una señora mayor y
le rompió el fémur. Él y su compañero fueron al hospital a visitar a la
señora, con el traje policial bien limpito y planchado, para hacer el
paripé, engatusarla y no ser denunciados, por si acaso, pero luego iban
riéndose, que si a la vieja ya le valía, que no tenía que haber pasado
en rojo, o ámbar, no estaban seguros, y tal. Sí… por desgracia me he
dado cuenta que algunas personas son así de falsas e interesadas, y
desde luego que no sólo ocurre en el ámbito policial.
Por cierto, otro pequeño detalle: como
marca la ley, pedí por escrito el informe de mi expulsión, con el número
y la tipología de ítems que suspendí. Los funcionarios que me
atendieron se negaron a sellarme la hoja porque me faltaba una
fotocopia. Les pedí, por favor, si me podían dejar cinco céntimos para
hacer la copia, pero se negaron, los muy cretinos. Entré a la comisaría a
las bravas en busca de una fotocopiadora, pero me echaron de allí y me
tuve que ir sin una copia firmada para mí. A día de hoy, diez años más
tarde, todavía sigo esperando el mentado informe. Llamé incluso por
teléfono (debe estar grabada esa conversación, al igual que mi visita a
la comisaría) y me dijeron que ya me llegaría, que me esperase. También
recurrí al SPC (el Sindicato de Policía de Cataluña), que es el
sindicato que pagué religiosamente cada mes. Éstos me dijeron que me
llamaría un abogado para estudiar mi caso. La llamada nunca llegó.
Después de la expulsión del cuerpo
policial caí en una depresión mayor, la muerte en vida. Cada día, desde
que me levantaba hasta que me acostaba, pensaba en maneras distintas de
quitarme la vida. No cometí suicidio para no disgustar a mi familia,
pero mi percepción de la vida cambió drásticamente. Saqué fuerzas y me
di una segunda oportunidad y estudié otro máster. Allí también tuve
serios problemas con los compañeros, y yo no entendía por qué. Aquel
máster tampoco me valió para encontrar un medio para subsistir. Pasé
años intentando encontrar un trabajo, de lo que fuera, pero ya ni
siquiera me llamaban para las entrevistas, y cuando alguna vez hubo
suerte y pude hacer una entrevista, al final de la misma, venía el
inevitable “ya te llamaremos”, pero nunca llamaron. Nunca. El teléfono
estaba muerto.
Los años pasaron y yo seguía
desempleado, desengañado, hasta que un buen día conseguí un trabajo, un
Plan Ocupacional del Ayuntamiento de Barcelona, de 6 meses, de media
jornada, que nada tenía que ver con mi formación y experiencia, y una
vez finalizado aquel oasis de mentirijilla volví a verme en la
calle, sin trabajo.
Seguí luchando como un jabato para encontrar un trabajo, pero infructuosamente.
En mi casa la convivencia era
insoportable por mi culpa. Desde siempre me molestó el sonido del
televisor, las conversaciones en según qué tono y sobre temas banales,
los movimientos, las puertas abiertas, las luces encendidas, cualquier
cosa que rompiera la calma que necesitaba cuando la ansiedad me oprimía
de tal manera que me costaba respirar, pero por aquel entonces, todo el
día metido en casa, tirado en un sofá como un trapo inservible, y con
una depresión de caballo, era aún peor.
Mi madre, mi hermana y mi hermano, las
otras víctimas de esta historia, pese a ir muy escasos de dinero,
finalmente alquilaron un piso y me dejaron solo en casa. Desde entonces
cada día voy a casa de mi madre a buscar la comida, la poca que tienen.
Vivo con lo básico: techo, comida y agua, nada más. Siempre estoy a
oscuras y convivo con mi perro, que es mi único amigo, y con un
Síndrome de Diógenes.
Hace un año me llegó una carta de la
administración. Me ofrecían un curso de Inserción Laboral para Personas
con Discapacidad, de tres meses. Me hizo ilusión. Era una oportunidad.
Salí de mi ostracismo.
En aquel curso había compañeros y
profesores que habían trabajado anteriormente con personas con autismo y
detectaron que yo era diferente, aunque no me lo dijeron por prudencia.
En clase estaba tranquilo y me sentía seguro, dentro de todo lo seguro
que podía sentirme, pero a la hora de hacer el descanso para tomar el
café, pese intentar disimularlo, yo me sentía inseguro y me costaba
encajar en el grupo. En esos tres meses también tuve un par berrinches
en mitad de la clase. Aprobé todas las asignaturas, pero llegó el
momento de hacer prácticas no remuneradas en una empresa que se dedicaba
a insertar laboralmente a personas en riesgo de exclusión social;
expresidiarios, mujeres maltratadas, parados de larga duración y demás;
me expulsaron. No duré ni tres días.
Aquella gente no se molestó en sentarse
conmigo para hablar sobre qué hacía mal, qué les molestaba o en qué
podía mejorar, simplemente recibí una llamada de la academia en la cual
me informaron que en la empresa de prácticas no querían volver a verme,
que no querían que volviera a pisar la empresa nunca más. Y yo no
entendía por qué me habían echado de aquella manera ni qué había hecho
mal. No entendía nada.
En la academia se portaron muy bien
conmigo y me dieron una segunda oportunidad. Me comunicaron que podía
hacer las prácticas en la misma academia.
Fui expulsado a los cuatro días…
Y yo, otra vez, no entendía el por qué.
Expusieron que no podía seguir con las prácticas, que no encajaba allí,
que me fijaba en los detalles, pero no veía el todo global, que tenía
que buscar ayuda psicológica. Quiero creer que lo hicieron por mi bien,
para que tomará conciencia de que algo fuera de lo común me ocurría,
pero he llegado a un punto en el que ya no sé qué creer.
Todos mis compañeros aprobaron el curso sin ningún tipo de problema y consiguieron el título. Yo no.
Otra vez en la calle.
Excluido. Depresión y ansiedad, compañeras inseparables. Fui al médico
de cabecera y me derivo al psiquiatra, que a su vez me derivó a una
asociación de autismo. Tras dos meses de pruebas y entrevistas, me
dieron el diagnóstico: Nací con un trastorno del espectro del autismo.
De repente, como todos aquellos que por desgracia hemos sido
diagnosticados tardíamente, en la etapa adulta, entendí todo lo que me
había sucedido en la vida desde que tengo uso de razón.
Aún estoy procesándolo. Es reciente.
Estoy en manos de psicólogas, psiquiatras, trabajadoras sociales y
de los Servicios Sociales, pero sigo igual, sin trabajo, desechado por
la sociedad, con una ansiedad que me come desde lo más profundo y mató
mi sonrisa.
Me faltan dos dientes y tengo la boca
llena de caries. Hace años que no puedo ir al oculista y necesito gafas.
Mi vestimenta es de principios de siglo, pues no tengo dinero para
comprar ropa. Las suelas de mis zapatillas deportivas desaparecen cada
día un poquito más y puedo discernir el dedo gordo a través de mi zapato
izquierdo. He estudiado en tres universidades diferentes, pero soy un
ciudadano de 4ª en la ciudad que me vio nacer. No recibo ningún tipo de
prestación económica por parte de la administración.
En los Servicios Sociales no quieren
darme ni una tarjeta de metro, que me sería de gran utilidad si me
saliera alguna oferta de trabajo. La única ayuda que recibo son un buen
puñado de pastillas, para la depresión y la ansiedad, pero yo sé que mi
única cura vendrá de la comprensión, el respeto, la inclusión social y
de alguna chica que me quiera como yo a ella la adoraré. Porque las
personas con autismo también necesitamos amor y sonrisas.
Soy una persona totalmente transparente,
sin segundas intenciones y honesta. No voy con una máscara por la vida.
Si algo me gusta o no, se me nota, no lo puedo evitar. No sé llevar
máscara, no sé aparentar. Lo que ves es lo que soy. Lo que digo es
exactamente lo que quiero decir. Ahora ya sé que muchas personas te
pueden decir una cosa, pero en realidad quieren decir todo contrario.
También sé que pocas veces muestran su verdadero yo, a menos que vayan
borrachas.
Es muy fácil engañarme porque me lo creo
todo. Y es que, si me dicen algo, ¿por qué no debería creerlo? No
entiendo por qué las personas no se muestran como son.
No entiendo por qué algunos van con muy
malas intenciones, por qué compiten en lugar de colaborar, por qué
se arrancan las tripas los unos a los otros.
No entiendo su incoherencia ni su falta de lógica y por qué hacen difícil y aburrido lo que es fácil y podría ser divertido.
No entiendo por qué son tan
intransigentes y si te desvías de la línea marcada que todos siguen, te
miran mal y te llaman loco y se ríen de ti y se apartan, si es que antes
no te han saltado a la yugular.
No entiendo por qué no respetan la diversidad y a todas las personas por igual, aunque sean diferentes.
No entiendo por qué las personas con autismo les asustamos tanto y nos excluyen de su forma de vida.
No entiendo que una persona que te
sonríe pero que luego le pides que te envíe una invitación de facebook
para estar en contacto no lo haga y te pongan excusas tontas.
Las personas con autismo compartimos un
modo diferente de sentir y de percibir y procesar la información, pero a
la vez somos todos muy diferentes, como las personas normales, que no
son todas iguales. Y creo sinceramente que las personas con autismo
tenemos mucho que ofrecer a la sociedad, MUCHÍSIMO.
Creo en la diversidad, en el
enriquecimiento que ésta nos proporciona a muchos niveles. Creo que
podemos aportar ideas nuevas y sanas, muchísimo, de verdad, y no os
creáis lo de la falta de empatía, pues es todo lo contrario, os lo
aseguro.
Pienso, humildemente, que la sociedad
hace mal excluyéndonos y poniéndonos en guetos, y que en su lugar
deberían acogernos y querernos, y enriquecerse con nosotros,
enriquecernos mutuamente.
Las personas con autismo, pese a los
muchos problemas que tenemos en una sociedad que no tiene tiempo para
entendernos, tenemos muy buen fondo. Añoramos tener los mismos derechos y
las mismas oportunidades que el resto de las personas. Ansiamos
ser aceptados y queridos y, por supuesto, también queremos ser felices.
No somos tan distintos después de
todo. Pero entiendo que aún hay mucho desconocimiento y cuando algunas
personas escuchan la palabra autismo, se asustan y se creen que somos
tontos e inferiores, y nada más lejos de la realidad, de verdad.
Nosotros, pese a los múltiples obstáculos y los innumerables palos en
las ruedas, luchamos cada día.
Sé que voy a tener que poner mucho de mi
parte para aparentar ser “normal” y encajar en la sociedad, pero, por
favor, dejadnos ser. Aceptarnos, os lo ruego, y ya veréis lo que os
podemos ofrecer, que, aunque os parezca raro y diferente, os aseguro
que será efectivo.
En este tiempo, desde que he sido
diagnosticado, me he encontrado con algún profesional de la salud y del
sector social que sólo ha sabido fijarse en la etiqueta sin intentar
conocer antes a la persona. Me han llegado incluso a asegurar que una
persona con autismo jamás podría trabajar como psicólogo. Y algunos,
llenos de prejuicios, te hablan como si fueras corto y otros como si
fueras un niño. Por suerte, son los menos, porque también he conocido a
muy buenos profesionales, la gran mayoría.
¡Ah! Se me olvidaba. También he sido
discriminado por una academia a la que fui para pedir información, sólo
por decirles que tenía autismo. Me dio mucha pena y mucha rabia.
Y ya, para rematar, una pequeña queja:
La propia administración discrimina a las personas con autismo.
En los requisitos de varias oposiciones,
como las de policía (por eso he contado lo de antes), directamente
excluyen a las personas con un trastorno generalizado del desarrollo,
poniéndonos a todos en el mismo saco, sin tener ni idea de lo que
verdaderamente es una persona en el espectro del autismo. Y la prueba la
doy yo, que me pasé nueve meses en la academia de policía, aprobándola,
y diez meses trabajando en la calle como policía.
Ya os lo he dicho; me echaron por ser
diferente, por no encajar, por no respetarme, por no querer comprenderme
ni aceptarme, por PREJUICIOS. Porque podría contar muchas cosas de
policías “normales” que pondrían los pelos de punta a cualquiera y
siguen trabajando, mientras que, de mí, lo vuelvo a repetir, jamás hubo
queja alguna por parte de ningún ciudadano.
En la policía hay diversas funciones y
distintos departamentos. Yo podría haber sido muy bueno en algunos
departamentos, un crack, porque las personas con autismo somos muy
válidas y podemos ser unos verdaderos número uno, igual que muchas
personas normales, pero pocas personas están dispuestas a darnos una
oportunidad. Y para no ofender injustamente y generalizar, quiero añadir
que también conocí a algunos policías, por desgracia los menos, que
eran excelentes profesionales, ¡buenísimos!, respetuosos y cordiales, al
servicio de las personas, de todas por igual, fueran de la clase
social, la orientación sexual o del color que fueran.
Hay una serie, “
The bridge“,
en la que la protagonista es una policía con autismo. Ya sé que es una
serie, sueca para más señas, pero allí están un poco más adelantados en
este tema. Aquí todavía hay mucho prejuicio, tópicos y desinformación,
comenzando por la administración y los medios de comunicación y acabando
por el vecino de al lado.
Yo sólo quiero tener un trabajo que me permita vivir con dignidad y formar parte de la sociedad, por favor.
Y ser feliz, como tú y como todos. ¿Es mucho pedir?
Por Claudio Martínez, abril de 2017
https://autismodiario.org/2017/04/29/autismo-y-empleo-un-tandem-imposible/